viernes, 17 de julio de 2020

LA ALBERCA


 

El sol de media tarde caía como plomo fundido sobre el asfalto de ese pequeño pueblo del centro de Andalucía. La luz derramada por el astro rey hacía que las casas encaladas cegaran a los pocos valientes que se atrevían a poner un pie en la calle. Ese era mi caso. El asfalto se derretía bajo los pies y las suelas de las sandalias cangrejeras quedaban marcadas. Los pies hervían dentro de la goma, de un color indefinido por el paso del tiempo.

Con este ardiente panorama me encaminé hacia la “Casería”, paraje del extrarradio del pueblo.

Aceleré el paso con un deseo sobrehumano de llegar hasta la pequeña alberca, llena de un agua refrescante sacada del pozo hacía unos días, y que ya podía ser utilizada para el baño sin que se te helaran los huesos.

Los chorros de sudor corrían por mi frente y mi espalda, mientras imaginaba, con placer, el momento de darme el refrescante chapuzón. La mascarilla no ayudaba y parecía como si el fuego del entorno penetrara por ella para crear un clima infernal alrededor de la nariz y la boca.

En el camino, de apenas setecientos metros, no me encontré con ninguna persona. Era raro encontrarse con alguien antes de las ocho de la tarde, y para eso, aun quedaban tres horas.

Cuando llegué hasta el caserón, la huerta le llamaban en mi familia, vi la puerta abierta. Entré, y un suave frescor me llegó hasta el rostro, haciendo que olvidara el camino tortuoso y sofocante que había recorrido. Cuando mis ojos se adaptaron a la luz, observé, en el primer patio, con una luz verde que bañaba todo lo que se hallaba en su interior, a mi abuelo haciendo “pleita”. Me acerqué a él, le besé y miré detenidamente cómo sus nudosas manos afectadas por la artrosis, movían acompasadas las hojas de palma, haciendo una capacha. Era hipnótico ver cómo esas manos, que habían pasado hacía muchos años sus mejores momentos, moldeaban el objeto de una forma pausada pero sincronizada.

Pasé del patio con el techo de uralita y plástico verdoso hasta el siguiente patio, en el que había varios árboles y una pequeña construcción de unos cinco metros de lado, la alberca, que en la antigüedad había servido para acumular agua para el molino que estaba adherido al caserón.

Me acerqué al agua y la toqué. Estaba fresca y limpia, con una transparencia que hacía que se pudiera ver el fondo, con un poco de verdín que haría que me resbalara un poco en cuanto pisara el suelo de la alberca.

Me despojé de la camiseta y la mascarilla y, solo con el bañador, me zambullí, llegando a sentarme en el fondo de la construcción, olvidando el calor exterior y sintiendo un placer desmedido.

Después de unos minutos, flotando placenteramente en el agua, salí de la alberca y cogí una toalla que había dejado mi abuela. Me sequé sentado en una gran piedra que estaba saliendo de una pared, viendo caer el sol poco a poco. El tiempo fluía y las ramas de los árboles comenzaban a moverse con la suave brisa que se estaba levantando.

Miré al cielo y observé cómo los gorriones y las golondrinas volaban en busca de algún manjar. Algunas valientes se atrevían a bajar volando hasta la improvisada piscina a beber un poco de agua. Dos o tres avispas estaban revoloteando cerca de los árboles y de vez en cuando se acercaban al agua. Yo las miraba con recelo.

El cielo comenzó a cambiar de color, se me había pasado la tarde volando, con el agua, los pájaros y los insectos, pero no me importaba, solo vivía esto una vez al año.

Mi abuela me preguntó si quería comer algo. Me trajo un plato con salchichón y patatas fritas de bolsa, junto a unos picos y una lata de refresco. Las primeras estrellas iban apareciendo en el cielo, cada vez más oscuro. La noche se derramaba junto a la alberca, con un frescor que hacía que el calor sofocante pasado unas horas antes, parecía que fuera hacía días, quizás otra vida.

Pero ahora, en la tranquilidad de la fresca noche pensaba en el paraíso. La gente buscaba playas, montañas, pero a mi, esas refrescantes noches de julio y agosto en el centro de Andalucía, me parecían el paraíso. Mi paraíso.

viernes, 1 de mayo de 2020

ESOS CHICOS TIENEN FUTURO

Manuel se paseaba por el pequeño piso con paso torpe. Un olor dulzón inundaba la casa. Llegó hasta el dormitorio y se sentó en la cama mirando hacia la ventana. Estaba entornada y por ella resonaban los sonidos de los pájaros. Los pájaros, cada vez había más, o los escuchaba más, no sabría decir. 

Miró hacia sus piernas y una mancha oscura se derramaba por el pantalón. Suspiró. Otra vez se le había escapado. La chica que le ayudaba no venía desde hacía tiempo, no sabría decir cuánto.

Tenía hambre. 

Se levantó, y con ese andar a pequeños pasos logró llegar hasta la cocina. Abrió el frigorífico y solo vio un yogur de limón. Lo cogió sin mirar la fecha. Se acercó hasta la encimera y tomó una pequeña cucharilla para comérselo. De pie, apoyado sobre la mesa de la cocina, terminó el yogur y se tocó el pantalón mojado.

De nuevo, se dirigió al dormitorio para buscar un pantalón limpio. No quería que Esperanza lo viera con el pantalón mojado. Le regañaría, y tendrían una discusión. No quería discutir con ella. Había estado enferma y no quería alterarla. Pero ahora estaba bien, sentada en su sillón, durmiendo. 

Se cambió de pantalón, aunque no sabía por qué no le estaba bien. Tuvo que ponerse un cinturón para que el pantalón no se le cayera. 

 

Por las ventanas abiertas escuchaba el trino de los pájaros y muchos vecinos hablando entre ellos. Era la hora. Se dirigió hasta el salón, donde se ubicaba el balcón al que no salía, como hacían sus vecinos cada día, desde hacía ya demasiado tiempo. Algunas veces golpeaban cosas metálicas, otras veces aplaudían. No sabría decir qué era aquello, ni en qué se basaban, pero al menos, no estaban solos.

 

Fue entonces cuando oyó los golpes en la puerta.

 

·       ¡Manuel! ¿Está usted ahí?- Escuchó decir a una voz que le resultaba vagamente familiar.

·       ¡Manuel! ¿Cómo está Esperanza?- seguían las voces en la puerta.

 

Se escuchó un gran estruendo cuando la puerta se abrió de un golpe contundente. Asió lo primero que tenía a mano en el aparador junto al pasillo. Se puso en posición de defensa.

Apareció un policía con una mascarilla y los brazos alzados, intentando calmarlo.

 

·       Tranquilo Manuel- dijo el policía- solo venimos a ver si usted y su mujer están bien. Los vecinos dicen que llevan varios días sin ver a la chica que les ayuda con las tareas domésticas y sin oirles apenas.

·       ¡Estamos bien!- gritó Manuel

 

Tras el policía apareció su vecina Angustias, con la cara compungida. Junto a ella, dos personas con trajes azules, más claros que el del policía, con mascarillas y con un maletín.

 

·       ¿Dónde está Esperanza, Manuel?- preguntó de nuevo el policía.

·       Sentada en el sillón. Durmiendo- respondió.

 

El policía se dirigió hasta el salón. Al llegar emitió un suspiro, llamó a la doctora y al enfermero.

 

·       Doctora, venga- indicó- pero aquí hay poco que hacer.

 

El policía, los sanitarios y Manuel se quedaron mirando la figura inmóvil de una mujer mayor, aparentemente dormida, pero, por los signos de descomposición, llevaría algunos días muerta.

Un pequeño grito sonó tras los cuatro. Era la vecina, Angustias, que lloraba sin consuelo al ver aquella imagen.

 

Manuel no entendía por qué lloraba Angustias. 

En la calle comenzó a sonar una canción. La conocía, era una de las novedades del conjunto ese nuevo, el Dúo Dinámico. La canción era Resistiré. Le gustaba aquella canción. 

Después comenzaron los aplausos.

 

“Esos chicos llegarán lejos”- pensó Manuel

 

Cesaron los aplausos cuando una camilla entraba por la puerta del piso.

 

“Sin duda, esos chicos llegarán muy lejos”.

LA ALBERCA

  El sol de media tarde caía como plomo fundido sobre el asfalto de ese pequeño pueblo del centro de Andalucía. La luz derramada por el astr...